Canales Peligrosos – Wilberio Mardones
Cuando a la empresa que me da pega le correspondía llevar a cabo una faena de limpieza de canales, era uno de mis momentos de gloria, compadre. Hablo de una verdadera limpieza, no cosa de jardineros. Me explico: la empresa se ganaba una propuesta, como decían los patrones, para ponerle empeño en la preparación de los canales de regadío que rodean Santiago, y que era necesario enchular en vista de la llegada del invierno. Esto significaba sacar las basuras y porquerías acumuladas durante el año y reparar las paredes y el fondo del cauce, para que quedaran en condiciones normales. No era raro sin embargo que de cuando en vez nos tocara lidiar con desaguisados como aluviones o derrumbes, causados por las lluvias torrenciales que suelen caer. Me salió verso.
Usted me puede preguntar, compadre, ¿canales de regadío en Santiago? Bueno, para que sepa todavía quedan zonas agrícolas en la precordillera, digamos entre San Bernardo y Renca. Desde ya, en la cadena de cerros que forman la barrera que preludia nuestra frontera oriente, hay zonas boscosas y cultivos que necesitan agua de riego. Hay viñas. Parques sobre todo, como el Metropolitano, usted conoce. He dicho que yo vivía momentos de gloria porque en tales faenas pasaba de simple peón en la compañía, donde llevaba diez años, a jefe de cuadrilla. Todavía lo hago. No he progresado mucho, compadre, es cierto. Lo que pasa, como usted bien sabe, es que de repente me caigo al frasco y para lo único que sirvo es para subir cerros y para contar cuentos, como dice mi jefe, don Juan David, que me tiene buena dentro de todo.
Pues cuando había limpieza de canales a mí me correspondía dirigir a media docena de machucados, a veces más, para adentrarnos a pie, con picos, palas, rastrillos, carretillas y contenedores para hacer nuestra tarea. Calzados con botas, a más de guantes de trabajo, cascos y el resto. Don Juan David me llamaba y me decía: “Pichón Sobarzo, es tu oportunidad de hacerte famoso de nuevo este año. Hay primas para ti y el equipo. Están anunciadas lluvias para dentro de una semana, de modo que la pega tiene que estar hecha en cinco días. ¿Te vale?”. Yo le respondía que sí e invariablemente el buen caballero me regañaba: “Nada de darle al Sabañón Blanco ni al Tres Tiritones, ¿entendido Pichón?”. Bueno, yo le aseguraba que todo andaba bien y, sin perder tiempo, armaba el equipo y a meternos en la selva. Los trabajos en el cerro San Cristóbal o parque Metropolitano como se le menta ahora, significaban meterse en partes bien agrestes, compadre. Me gustaba.
A menudo había que meter una pala mecánica, sobre todo en los canales grandes, y para eso yo era el encargado de recomendar la máquina que se necesitaba y pedirla. Si me equivocaba, era una buena cagada. Había pasado antes que mandaban una demasiado grande o pesada y se venía cuesta abajo, haciendo más daño que arreglando el canal. Ni le cuento de la plata y tiempo perdidos sacándola. Abundo sobre esto compadre, me disculpo, para que sepa que la pega no era menor. Jodida. Me portaba como un santo, pues, tomaba pura agua mineral, se lo prometo.
Para hacer bien la faena, los canales se cerraban en su origen para que pudiéramos trabajar en seco, sin la molestia del flujo, pero siempre había alguna posibilidad, mala cueva le llamo yo, de que se equivocaran allá arriba y nos arruinaban el trabajo de varios días. Lo peor eran las lluvias imprevistas, don Juan David se lo pasaba en la computadora revisando los pronósticos del tiempo. Le dábamos todo el día al teléfono celular, antes usábamos el wokitoki. Fallaba menos que el teléfono, le diré compadre, pero bueno hay adaptarse al progreso, qué se le va a hacer.
Hubo una ocasión bastante historiada cuando debimos trabajar en los canales que se utilizan para regar los bosques del San Cristóbal, sobre todo el bosque de Santiago y el zoológico de reserva que hay por allí. Casi nadie conoce, ahí se guardan duplicados como digo yo. Va mucho escolar a conocer la naturaleza. El origen de las aguas está arriba en la cordillera, compadre, donde nace el Mapocho. Se había construido una red de canales, con ayuda de la pendiente, de modo que el agüita, bien cargada de azufre y mineral de las minas, le cuento, aunque los arbolitos aguantan todo, iba descendiendo con cierta velocidad hasta llegar al nivel del norte de Santiago.
Pues nos había correspondido limpiar el tramo entre el camino viejo de la Pirámide y el cerro llamado también de la Pirámide. Un canal ancho con muchos árboles de raíces grandes, mucha hoja y rama seca, escombros diversos arrastrados por el agua, rodados de las construcciones cerro arriba, hasta una carretera le han hecho, en fin, había harto que limpiar aunque nada extraordinario. Ya se nos había caído tiempo atrás una máquina por un puente cerca de una universidad que hay por esos lados, de modo que había que trabajar a pulso. Pues nos habíamos metido unos cien metros por el canal hacia el norte, cuando, de un derrepente, encontramos un cadáver medio enterrado en el barro. Tamaña sorpresa, compadre. Bueno, una salucita pa seguirle contando.
Primero pensamos que era un niño, se veía chiquito. Un niño más bien gordo y grande en relación. Estaba de espaldas, se le veía la cara y un mechón de pelo rubio, todo embarrado. Fue uno de los peones, el joven Salazar, hijo del Bagre Salazar, usted lo conoce al viejo, compadre, el operador de retroexcavadora, que me dijo: “Jefe, es un enano”. Me acerqué y lo comprobé. Era un enano. Con barba. No sólo eso, sino que iba disfrazado, se me ocurrió que como enano. Parecía sacado de una película, pensé. El joven Salazar agregó: “Jefe, no lo puedo creer, es el enano de Juego de tronos”. Yo no sabía que esa era una teleserie gringa, veo pocaza tele, el Salazar me instruyó. En realidad, como no podía ser ese mismo enano, supusimos que estaba vestido igual, al menos eso aseguró Salazar.
No toquen nada, les dije a mis machucados. Voy a llamar a don Juan David. Lo hice de inmediato y le informé. Me ordenó que me quedara solo con un ayudante para hacer de testigos, y que todos los demás volvieran a la oficina hasta que nos autorizaran a continuar trabajando. El patrón llamó a Investigaciones para que mandaran a sus detectives. Ahí nos quedamos como dos horas velando al pobre fiambre. Llegaron dos caballeros que mostraron sus credenciales, el agente Pérez y el agente González, movieron el cadáver de un lado para otro. El gordo hablaba y el flaco anotaba. A mí me preguntó: “¿ustedes lo encontraron?”. Respondí que sí y eso sería todo. No me hizo ninguna pregunta extra. Le expliqué algo más pero como que no me escuchó. Medio raros estos detectives pensé para mis adentros.
Después llegó otro a tomar fotos y medir, finalmente un médico a comprobar la muerte. Cada cual con su par de ayudantes. Pusieron luces. Era como una película, compadre, sólo que todos chapoteaban en el barro. Uno de ellos mencionó de nuevo Juego de tronos, parece que en verdad el enanito muerto era igual a un actor, pigmeo por supuesto. A todo esto pasó la mañana, como a las 2 de tarde se llevaron el cadáver, hubo que esperar que no quedara nada allí. Nos sonaban las tripas de hambre, compadre. Perdimos el día, sólo nos autorizaron empezar a la tarde del día siguiente, tan tarde que no pudimos meternos al canal. Total: dos días perdidos. Don Juan David se tironeaba los pocos pelos de desesperación.
Bueno, estábamos trabajando en la limpieza ya lejos de la escena del crimen, cuando a los dos días llegó otro detective. Un flaco alto de barba negra, chupado, con cara de volado. Se presentó como el detective Hari. “Hari el sucio” me dijo Salazar. Cállate, le respondí, no ofendas. “Es el título de una película, saco de huevas”, me explicó el hijo del Bagre. Más respeto que soy el jefe, lo hice callar. Bueno, nada de esto viene a cuento, compadre, es sólo para que vea que en mi cuadrilla no hay precisamente catedráticos de la lengua.
El señor Hari me preguntó lo mismo que ya les había dicho a los otros detectives, pero lo que le interesaba en realidad era saber cómo había llegado allí el cadáver. Me contó que tenía pocas horas de muerto cuando lo hallamos, de modo que no podía haber llegado arrastrado por las aguas antes de secar el canal. Tiene que haber rodado desde cerro arriba para aterrizar en el cauce seco. Embarrado, mejor dicho, le expliqué. Bueno, este detective Hari me preguntó si podía acompañarlo hasta las casas que se veían entre los árboles, a unos cien metros cerro arriba. Tal vez el occiso había rodado desde allí.
Bueno, compadre, aquí me caí, es la verdad. Reconozco que en esa ocasión había tomado unos traguitos de pisco, hacía un poco de frío. Resulta que partí con el detective Hari sin avisarle a don Juan David. Le dije al joven Salazar que se hiciera cargo, total el trabajo estaba en la fase de rutina, le pasé mi celular y le dije que si el patrón llamaba le dijera que estaba en el baño o algo así. Que yo le telefoneaba de vuelta. Bueno, no hay baño, compadre, no se ría, hacemos nuestras necesidades ahí mismo en el canal, en algún rinconcito discreto. Pobres pero delicados, usted sabe.
Soy bueno para escalar y el detective también era bala. No nos demoramos nada en subir, sin perder la línea recta que señalaba el lugar donde hallamos al enano, disfrazado de joker, usted me entiende, como esa carta del naipe inglés. Había huellas de rodados pero no se podía distinguir bien si pertenecían al cuerpo o no. Muchos árboles también, era poco probable que el cadáver hubiera llegado hasta allá abajo sin quedar atrapado a medio camino, eso dijo el detective que según yo, pensaba hablando. Señaló varios lugares, árboles, arbustos o pedreríos donde habría tropezado, golpeándose con ganas o permaneciendo bloqueado en su descenso.
Le escuché decir: “El examen preliminar muestra que no hay señales de golpes. Tampoco hay puñaladas ni marcas de disparos. El hombrecito falleció intacto en el fondo seco del cauce”. Aunque no me hablaba a mí le dije que igual a nosotros nos parecía que estaba enterito, como si durmiera. Remontamos un poco en zig zag para ver si había rutas alternativas para rodar, pero todo el derredor era igualmente enmarañado. “Creo que el occiso bajó por sus medios hasta el lugar de su muerte”, murmuró el detective. Me hizo bajar lo subido, para ver si era posible. No había problema para alguien en su plenitud física. No sé si un enano. Se lo hice notar al señor Hari.
“Buen punto, respondió, pero hasta donde sé era un enano de contextura compatible con los desplazamientos normales de la gente. Sus piernas habrían respondido, no con la facilidad de uno pero bastante bien. De todos modos, déjeme verificar señor… ¿Cuál es su gracia?” me preguntó. Le dije, haciéndome el chistoso, no tengo mucha gracia pero mi apellido es Sobarzo. Me dicen Pichón… “Muy bien señor Sobarzo” respondió el flaco, no tenía sentido del humor. Se apartó de mí para hablar por su celular, volvió diciendo: “La víctima poseía un físico fuerte y unas piernas sólidas. Le cuento, señor Sobarzo, me habló el flaco, y por favor guarde la confidencialidad, que al parecer falleció de un paro cardíaco en el lugar donde lo hallaron, como resultado de una sobredosis de droga o un ataque al corazón. Están investigando…”.
¿Se puede saber si lo identificaron?, le pregunté a don Hari, me estaba picando el bichito de la curiosidad. “Bueno, sí, no es un secreto, señor Sobarzo, contestó. Se llama, o mejor dicho se llamaba, Miguel Luis Samaniego, alias Cantinflitas. Su esposa, también enana, había hecho una denuncia por presunta desgracia. Se hacía pasar por mexicano, cómico de vodevil y prontuariado como traficante menor de droga. Adicto también, añadió. Debe usted saber que estamos trabajando discretamente para dilucidar su muerte porque nos puede conducir hacia alguno de los derroteros de la droga en Santiago”, me confidenció el detective. Amigo mío, me quedé impresionado con esas revelaciones, aquí pues su compadre Pichón Sobarzo se hallaba metido en una movida macabra, brígida, como quiera ponerle.
Continúo con mi cuento. Seguimos subiendo y llegamos finalmente al límite del bosque donde estaban los fondos de las casas construidas más arriba del canal. Justo frente a nosotros había una gran muralla de ladrillos de casi tres metros, alta digamos, por sobre la cual se veía una gran mansión, también de ladrillos. La muralla tenía vidrios picados en todo su largo, le calculo que unos veinte metros. A ambos lados también había casas, aunque sólo tenían cerco verde, una con reja de gallinero en la cual se enlazaban enredaderas y la otra un seto de pino macrocarpa, ralo en algunas secciones. Se veía el alambre de púa que lo sostenía. Las dos casas con cierre verde mostraban unas puertitas con candado y cadena, para pasar hacia el bosque en dirección al canal. La casa con muralla no mostraba ninguna abertura.
Esto aburriéndolo compadre, pero esto era importante, ya que por alguna parte tenía que haber pasado el enanito para bajar hacia el lugar donde encontraría la muerte. A primera vista uno diría que no venía de la gran casa de ladrillos, porque la muralla se extendía también por ambos constados de la parcela, aislándola de las vecinas. En una de las casas, la con cerco de pinos, había alguien trabajando en el jardín. Nos paramos en una parte donde había visual y lo llamamos. El hombre no escuchaba por el ruido de las mangueras, pero le mandé unos buenos chiflidos, de esos que sé hacer bien. Se acercó, con un rastrillo en la mano. Nos preguntó qué buscábamos y el detective le mostró su credencial y le dijo que investigábamos una muerte en el canal.
El jardinero, que eso era el hombrón, un tipo todavía joven con guata de cerveza, dijo que no había escuchado hablar de ninguna muerte. Don Hari le preguntó si sabía de alguna fiesta que hubo en la noche del día de los sucesos, le mencionó la fecha, no me acuerdo cuál era. El hombre dijo que en la casa de al lado, se refería a la rodeada de una muralla, siempre había fiestas. “Hasta tarde, agregó, lo sé porque hago de nochero y duermo aquí. También trabajo de cuidador. Ahora no hay nadie en esta casa, para que vea, los dueños andan viajando y no vuelven hasta fin de mes. Al lado le puedo asegurar que hay gente”. El detective le preguntó si hubo una fiesta de disfraces ese día. Aquí el hombre se retacó un poco, seguramente no quería que lo acusaran de andar sapeando o de descuidar la pega.
El flaco de barbita hizo valer la autoridad y le dijo que si prefería lo podía citar al cuartel de Investigaciones a declarar. El cabro se asustó y le dijo que sí, que había mirado por encima de la muralla ese día. Me di cuenta que lo hacía siempre, compadre. Cantó todo: estaba lleno de gente cuica disfrazada, tenían una orquesta. Mucha risa, baile y trago, señaló… Y mujeres lindas, agregó con un titubeo. El detective, bien pillo, no le preguntó por drogas, eso no se puede saber, pero el hombre estaba fijo para hacer de testigo, le gustara o no. Lo último que don Hari le preguntó fue si alguien se había colado esa noche hacia la casa que cuidaba. Aseguró que mientras estuvo despierto eso no ocurrió, aunque no garantizaba nada. Tenían un sistema de alarmas en la parcela a su cargo pero, opinó, usted sabe que hay malandros que saben lo más bien como desconectarlos. No había perros. “Usted sabe, volvió a opinar, uno tiene jardín o tiene perros, los animales destruyen todo y cagan por donde se les ocurre”.
Tras anotar el nombre del jardinero, se le agradeció por sus informaciones y nos movimos hacia la otra casa, la que estaba más al norte de la enmurallada. Ahí sí que había perros. No se veía nada, la mezcla de reja y enredadera era harto tupida, pero la ladradera se escuchaba bien. Se notaba que tenían por lo menos media docena de perros grandes, bravos, de esos que te hacen charqui, compadre. Cada predio se extendía por lo menos veinte metros, como dije, aunque éste mucho más. No seguimos más allá, porque entonces nos alejábamos demasiado de la zona donde habíamos encontrado el cadáver.
Una llamada al celular del detective nos hizo detenernos. Habló un rato, puros gruñidos. Cuando cortó dijo: “Confirmado, sobredosis de droga, el hombre pequeño estaba relleno hasta los sesos”. En realidad, compadre, no sé si el Hari quería que yo supiera eso, pero hablaba solo, para él mismo, sin preocuparle si alguien se enteraba. Rarito el hombre aunque inteligente y astutillo, eso sí.
Mientras los perros se volvían locos al otro lado, el detective trepó un poco por la reja en el límite entre los dos predios, justo donde la muralla dejaba paso al seto vivo. Vimos que en efecto por allí era posible salir afuera del límite, ya que había menos vidrios y por causa de la topografía no era demasiado complicado dar un salto, incluso para un enano. No se notaban en todo caso huellas de que alguien hubiera bajado por allí, la enredadera se había recuperado rápidamente.
La puertita de la casa vecina, de poco más de un metro de altura, estaba ubicada a pocos pasos del límite. Tenía una cadena grande y un candado. Arriesgando a que me mordieran los perros, manipulé la cerradura. El candado estaba vencido, se podía abrir con un tirón no demasiado fuerte, liberando así la cadena. La cerradura se notaba oxidada, posiblemente también era fácil de forzar. No lo hice por supuesto, los perros nos podían masacrar. Se lo señalé al detective. “Muy bien señor Sobarzo, me contestó, es posible que nuestro hombrecito haya salido por aquí mismo, escalando el muro y forzando la puerta”.
Volvimos al punto por donde habíamos subido, para empezar a bajar, compadre. Nuestras huellas al subir ni se notaban, el terreno era demasiado empinado y suelto. Llegamos de vuelta a la faena, habíamos estado una hora explorando. Mi ayudante el joven Salazar me devolvió el teléfono, ninguna llamada, la pega iba avanzando bien. Mandé de todas maneras unos cuantos retos para reforzar la autoridad, usted sabe compadre que a los machucados hay que tenerlos siempre cortitos. Tengo alma de jefe, estimado compadrito, aunque eso de que de tanto en vez se me caliente el hocico me impide arribar. Bueno, por eso aprecio mis momentos de gloria, como el que estaba viviendo. Le sigo contando, hay más.
Cuando terminamos las labores ese día me apersoné en la oficina para informar a don Juan David, como era la costumbre. El jefe me recibió con una cara de apoplejía que le llaman, colorado como un pimentón, exagerando un poco. Enojado. Qué digo, furioso. “¡Pichón!, me gritó sin saludarme, abandonaste la pega sin avisarme, no se puede confiar en ti, carajo”. No supe al principio cómo se había enterado. Quizás el maricón del joven Salazar me había delatado. Pasó por mi mente, así rápido, que era como su viejo, el Bagre, conocido por lo traidor. Pensé que había perdido mi trabajo. Pero era otra cosa, que el mismo don Juan David me explicó.
Me llamó un detective de Investigaciones, Hari Premsingh o algo así”, miró un papel con las gafas cayéndose de su nariz colorada, “para agradecerme por tu ayuda en revisar la zona del crimen. Por suerte no pasó nada en la obra, Pichón, o te despellejo vivo”. Me defendí: disculpe don Juan David, fue un ratito y todo estaba bajo control. “Bueno, pero a la próxima, dijo el patrón, no respondo de mí… Ahora escucha Pichón, agregó, el detective me pide que te preste para hacer una visita a las casas de donde puede haber venido el cadáver, cuando estaba vivo, qué digo, estoy hablando huevadas. Tuve que decirle que sí, chilló mi jefe. Estamos obligados a colaborar. Te va a pasar a buscar mañana temprano para ir por el camino que hay arriba de los canales. ¿Entendido? Escucha: le dije que no más de un par de horas y que después tenías que volver a la faena. Ahora, partiste, Pichón Sobarzo, vas a tener que recuperar las horas perdidas. Haciendo de detective, bendita la pobre desgraciada que te parió, Pichón…”.
Era la forma que tenía ese caballero de sacarnos la madre. Perdonable por supuesto, compadre, me lo tenía bien merecido. Como fuera, partimos con don Hari en un vehículo fiscal por detrás de los canales, un camino que subía hasta las casas que habíamos conocido por sus fondos. El detective me habló, o habló para él mismo, no sé, diciendo: “Efectivamente el occiso, el señor Samaniego, iba disfrazado de Tyron, el enano de Juego de tronos”. Identificamos con facilidad la casa, yo por su ubicación y también porque tenía el mismo tipo de muralla de ladrillos que la parte trasera. Las dos casas laterales también tenían un frente con muralla. Las casas no estaban pegadas a la calle sino adentro de las propiedades. No se veían por causa de la pendiente, se levantaban más abajo. Se veían hartos autos estacionados en la calle, todos de lujo.
Había un citófono. Don Hari tocó para anunciarse. Le respondieron: contraseña por favor. Bien extraño, con el favor de Dios. Hari no se inmutó y dijo: “Policía de Investigaciones, estamos investigando una muerte que ocurrió cerro abajo, por favor abran”. Le volvieron a decir: contraseña. Seguramente un guardia bruto que tenía instrucciones precisas y no tomaba en cuenta lo que le decían. Hari insistió hablando fuerte: “Esta es una misión oficial, tienen que abrirme o voy a volver con efectivos armados”. Le volvieron a decir: contraseña. Aquí Hari empezó a chillar y dar de puñetazos y patadas en la verja, lo viera visto usted compadre, hecho un quique. No se veía nada para adentro, por supuesto, era una verja de fierro compacta, sólida.
De repente se abrió una rejilla y asomó la cara fea de un gorila parlante. “¿Qué desea señor? ladró, esta es una casa particular, estamos en una fiesta privada”. Miré por el hueco que dejaba la rejilla y vi, se le juro, compadre, unas minas medio empelotas y muertas de la risa que corrían por el prado, perseguidas por unos tipos con trajes antiguos, como de cartas del naipe, qué sé yo, reyes o príncipes. Se oía música como de rocanrol. O sea que la fiesta ardía. Hari también vio, hasta que cerraron la rejilla de un golpe. Por mucho que el detective apretó el pituto del citófono, no le respondieron.
“Señor Sobarzo, me dijo don Hari. Vamos a entrar a la mala. ¿Trajo los implementos que le pedí?”. Sí señor, le respondí. Llevaba en mi mochila una escalera de cuerdas con sus respectivos ganchos, además de guantes para los dos, un martillo, un cincel y anteojos de seguridad. Son cosas que usamos habitualmente en la limpieza de canales, de modo que no me costó nada tomarlas prestadas. Ya le explicaría a don Juan David. No le iba a gustar nada, pero en fin, ya estaba metido en este baile, que ni en la peor borrachera me lo habría imaginado.
Nos fuimos al extremo más alejado del murallón, una zona con bastantes árboles copudos, y pusimos bien cerca la camioneta de Investigaciones para disimular. Don Hari me levantó haciendo un sillín con las manos, tenía fuerza el flaco, y yo con martillo y cincel procedí a limpiar una zona del borde superior de los vidrios anti ladrones. Después colgué la escalera de sus ganchos. Al otro lado también había árboles, de manera que no era nada difícil pasar al otro lado sin que a uno lo cacharan. Usamos los guantes para no pincharnos con los restos. Veo por su cara de duda que no me cree compadre, pero le juro por lo que más quiero que fue así como sucedió.
Una vez que cruzamos al otro lado dando vuelta la escalera, don Hari abrió su mochila y sacó disfraces. Él se puso una especie de túnica blanca, ojotas y se armó un turbante con unos paños que llevaba. Parecía el árabe de una película. A mí me pasó un traje de payaso en forma de overol, que me entró encima de la ropa. Tenía unos zapatos largos de colores incluidos, pegados al traje. Por ahí metí mis pieses. Produjo también una nariz roja que me calé y un sombrero con mechas colgando. Me imagino que mi facha era nada más ridícula. Bien pillo don Hari, hay que reconocerlo.
Estábamos entremedio de los árboles y setos que separaban el muro de la casa y el prado. Había unas cincuenta personas a la vista, divirtiéndose por lo menos. Muchos borrachos tomando el sol y minas con las tetas al aire. A esa hora de media mañana seguro que venían juergueando desde la noche anterior. Nos movimos hacia los grupos por separado, para no llamar la atención. “No se acerque a los guardias, señor Sobarzo, me advirtió el detective. No haga preguntas tampoco, déjeme a mí esa parte, tengo más práctica”. Igual que don Juan David, me trataba como el patán que soy, compadre.
La estrategia de don Hari era ver si había consumo o tráfico de droga. ¿Qué si había? A paladas, compadre. Todo el mundo estaba drogado, o drogándose o preparándose para una nueva dosis. Por todas partes vi gente jalando, inyectándose o fumando. Pero lo más notable era que estaban vendiendo. Unos tipos disfrazados de curas franciscanos, con capucha, vendían la droga a los que querían comprar. La gente los distinguía, eran los reponedores. Parece que había una cuota gratis cortesía de la fiesta pero después se compraba. La gente pasaba plata o cheques y los que tenían sólo tarjeta, entraban a la casa para pagar. Todo organizado, compadre.
A mí se me acercaron algunos y algunas, mi disfraz era un tanto especial, la mayor parte de la gente andaba con trajes antiguos, entre el Príncipe Valiente y Blancanieves, no sé si me explico, compadre, son cosas de mi infancia. Tuve que dar un par de pitadas de marihuana y sorber algo de cocaína, pero como que me hice el contento sin tragar demasiado. No le hago a esas cosas. Tampoco probé ningún trago. Me vi obligado a ensayar algunas payasadas para justificar el disfraz. Había hartos extranjeros, por la manera de hablar. Todos se reían como idiotas. Andaban tan borrachos o volados que no se daban cuenta que yo era inusual. Me fijé en que don Hari andaba en la misma que yo, aunque él parecía estarlo pasando bien.
Me metí en la casa como quien no quiere la cosa, dejaban pasar sólo al primer piso, los altos estaban bloqueados. Pero había gente que subía mostrando un pase, parejas sobre todo. Era como un club supongo, de socios. Me imagino que arriba estaba la culiadera, compadre, perdonando la ordinariez. Me fijé que los visitantes llegaban con traje de calle y se cambiaban en una pieza dispuesta para eso en el piso bajo, por eso pasamos piola.
A la hora más o menos nos juntamos para intercambiar información en un rincón cerca de la muralla posterior, por donde se supone que había salido el occiso. Así lo habíamos acordado. No se notaban mayores señales. Nos sirvió más que nada para reconocer el lugar que habíamos inspeccionado desde afuera. Coincidimos en que era una fiesta de drogas. Le pregunté por el enano Samaniego. Me contó don Hari que había estado por aquí pero se había ido. Nadie sabía para dónde, andaba solo. Además se había renovado el público. Creo que simplemente el occiso decidió irse a pie bajando el cerro y falleció en el cauce seco, saturado de alucinantes. Esto lo habló para sí. “Vamos a salir por donde entramos, me dijo, y desde allí informaré a mis superiores”.
Salimos pues sin interferencias, nos sacamos nuestros disfraces y llegamos a la camioneta. Allí don Hari hizo varias llamadas. Tras lo cual me contó que en la autopsia se habían encontrado rastros de vidrio en las manos y la cara del difunto, vidrios de botellas, lo cual mostraría que nuestra tesis era correcta, había salido por el fondo. Se haría de inmediato un operativo en la casa, me informó, por la brigada antinarcóticos. Se nos recomendaba retirarnos del lugar para no despertar sospechas. Como usted ve, compadre, don Hari consideraba que habíamos trabajado en equipo. “Creo que la falla de ellos estuvo en el comportamiento del hombre pequeño, siguió elucubrando el señor Hari mientras volvíamos al nivel del canal, no se imaginaron que iba a romper la seguridad y mandarse cambiar para morir en otro lado”.
Después supe por rumores en la zona que en el operativo cayeron varios peces gordos de la droga. Algo salió en los diarios pero no mucho porque parece que había gente importante, políticos y empresarios sobre todo. Gente de la tele también. A mi jefe don Juan David lo vi sólo cuando pasó por la faena a supervisar y habiendo encontrado todo correcto y en plazo, se retiró sin hablarme del tema. Anduvo buscando alguna falla para crucificarme, pero encontró bien hecha la pega. Por suerte, toco madera. Pero me tiene entre ojos, compadre, espero que a la próxima temporada de lavado de canales me considere como hasta ahora. Capaz que me toque otra aventura extra. Salud, compadrito.
FIN