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 Una Playa Desierta  – Eduardo Soto Díaz

 

Después de verlo, mi primera reacción fue correr a esconderme entre las dunas. No paré hasta quedar a cien metros del bulto que sobresalía de la arena. Sentí miedo. Maldije la hora en que se me ocurrió ir a la playa a buscar piedras de colores. Mi mayor temor era que alguien me relacionara con el cadáver (porque eso era lo que asomaba medio enterrado en la arena) y, entonces, el juez del Tribunal de Menores no tendría inconvenientes para enviarme una temporada al reformatorio. Se lo advirtió a mi madre en la última audiencia, “¡Señora, usted endereza a su hijo o tendré que confinarlo en un establecimiento correccional!” Todavía resonaba esa frase en mis oídos.

 

Permanecí inmóvil un largo rato, hasta que reuní valor y me arrastré como un gusano a la parte superior de la duna. Desde allí observé la playa desierta. La ausencia de testigos me tranquilizó. Resolví avanzar y me acerqué lo suficiente para ver la giba completa. No existía posibilidad de error: era un cadáver lo que yacía allá abajo. La marea había empezado a destaparlo de forma lenta e inexorable. Retrocedí despacio y, cuando calculé que podía pasar lejos de mi terrible hallazgo, corrí sin volver la cabeza.

La playa se extiende desde las dunas a la caleta de pescadores ubicada en el extremo sur de la bahía. Hay unos cuarenta kilómetros de arenas y de olas donde nadie se ha establecido de forma permanente. Sólo los troncos, que el mar deposita en la orilla, rompen la monotonía. Uno puede imaginar que la playa ha permanecido inmutable desde antes de la llegada del español y que el paisaje es el mismo que conocieron los cetáceos prehistóricos.

Me pegaron entre tres. A pesar de haber aprendido a pelear en la calle, donde cualquier manotazo vale, ahora no era capaz de evitar todos los golpes. Pero me defendí bien. Es cierto que recibí recios empellones, pero también logré calzar con los puños a mis contrincantes. En algunos momentos ganaba distancia, pero ellos siempre volvían al asedio con mayor fuerza. Me acorralaron en medio de los botes varados en la playa e intentaron inmovilizar mis brazos.

El enfrentamiento se había prolongado demasiado y me empezó a faltar el aire. Ignacio, el líder del grupo y compañero de curso, insistía en que dijera donde había encontrado el cadáver. Yo no contestaba y proponía parar la pelea. Javier, el más bajo de todos, cometió la imprudencia de acercarse demasiado y le propiné un violento golpe en la quijada. El imbécil rodó por la arena escupiendo sangre. No alcancé a disfrutar de mi pequeña ventaja: sentí un rodillazo en pleno vientre. Me doblé y abrí la boca para atrapar más oxigeno. Todavía fui capaz de retroceder y refugiarme entre dos botes. Gané esos instantes vitales y pude regularizar la respiración.

Ignacio repetía la pregunta ¿dónde está el cuerpo? Se había cansado de pegarme y me miraba impaciente. Javier, al que ubicaba como alumno del quinto año, se levantó del suelo para continuar la riña. El puñetazo le soltó un diente y exigía el derecho al desquite. Para mí, ya no tenía sentido continuar peleando. Además, estaba en desventaja. Al final acepté llevarlos al lugar del entierro. Ignacio bajó los brazos y lo mismo hizo Mauricio. Javier a regañadientes también acató la tregua.

Los cuatro arreglamos nuestras ropas y caminamos por la playa en contra del viento. Sentí que el aire salino secaba mis labios. Al principio Ignacio caminó a mi lado sin pronunciar palabra, mientras los otros dos nos seguían a varios metros de distancia. Javier aún no se resignaba a ser el más golpeado y esperaba que Ignacio cambiara de opinión y lo dejara reanudar la pelea. Él no estaría tranquilo hasta devolver el puñete que casi lo deja con un diente menos.

Mientras avanzábamos por la arena húmeda, Ignacio comenzó a decir que nada tenía en mi contra, pero que si existía un cadáver debíamos informar a la policía. Pero, si todo resultaba una invención mía, ahí mismo me pegaría por andar contando mentiras. Afirmó que a los doce años uno debe ser responsable. Y me explicaba que él, en su calidad de presidente del sexto año de la escuela, se debía preocupar de la conducta de sus compañeros, porque ese sería nuestro último año junto, antes de partir al Instituto Industrial. Y me volvía a preguntar dónde encontré el cuerpo, ya que si alguien cometió un asesinato el asunto era muy serio y seguro que la policía me interrogaría. Él era feliz escuchándose a sí mismo, igual como lo hacía en la hora de Consejo de Curso.

Mauricio comenzó a burlarse de Javier por su boca hinchada. Este se enfureció y me tiró un puntapié a los tobillos. Yo alcancé a saltar. “Sosiéguense”, ordenó Ignacio mirando hacia atrás. “Le contaré a la señorita Isabel lo mentiroso que eres” dijo Javier con un acento extraño, como seseando cada palabra. Parecía que la lengua no le cupiese dentro de la boca. Estuve a punto de soltar la risa, pero guardé silencio porque no quería que la señorita Isabel fuese tema de conversación de esos estúpidos muchachos. Ella es la profesora más linda del colegio y nos enseña Historia. La mitad del curso está enamorado de ella y la otra mitad la ama. Yo solía escribirle poesías. Desde la tarde que, sin proponérmelo, pude ver sus calzones blancos cuando cruzó distraída las piernas, en mi memoria quedó una imagen que se trasformó en una obsesión. Pero no aceptaba que ese imbécil hablara de ella. Cuando alguien ama, como yo amaba a la señorita Isabel, merece respeto.

Llegamos a la roca que me sirvió de referencia para dar con el cuerpo. Levanté la mano indicando el lugar exacto, pero mi gesto fue innecesario: la marea lo había descubierto hasta la mitad, dejando un torso blanco, casi pálido, expuesto al sol. “Vamos” gritó Ignacio y corrió junto a Mauricio y a Javier al encuentro del cadáver. Me quedé atrás, retardando ese momento macabro.

El cuerpo estaba boca arriba y las olas mecían los cabellos largos que ocultaban el rostro. “¡Miren, es una mujer y está desnuda!”, dijo Mauricio, mientras Javier e Ignacio se acercaban con el agua hasta los tobillos. Yo llegué en el momento que Mauricio recogía la mata de pelo y despejaba la cara de la muerta. ¡Es la señorita Isabel! Exclamó asustado Ignacio. Ninguno esperaba que fuese alguien conocido y, pasada la primera impresión, nos pusimos de rodillas a desenterrar lo que faltaba. Después la arrastramos hasta una parte seca y, aunque suene irreverente, la miramos embelesados.

El cuerpo de la señorita Isabel era hermoso y la muerte no pudo borrar su esplendor. Los senos pequeños estaban cubiertos de arena, lo mismo que las piernas largas de formas perfectas. El vello púbico, abundante y de un negro profundo, concentró nuestras miradas. Era la primera vez que veíamos una mujer completamente desnuda. Estaba indefensa en la arena, a disposición de cuatro de sus alumnos que la imaginaban viva. Yo me atreví a limpiar su rostro y acomodar su cabello. ¡De verdad que era bonita!

“No tenía las tetas grandes”, dijo Javier, al momento que pasaba sus manos por los senos, sacando los restos de arena de los pezones.

“Pero tiene la concha con harto pelo, casi le llega al ombligo”, comentó Ignacio, quien no pudo reprimir el deseo de rozar el vientre.

“Démosla vuelta y mirémosle el culo. Era el más bonito de todas las mujeres del pueblo”, propuso Mauricio, cogiéndola de los hombros para iniciar el volteo.

Los tres tenían miradas libidinosas sin importarles que ella estuviese muerta. Cuando Mauricio la giró hacia un lado, pude observar la amplia herida de la nuca. Retrocedí mortificado por la conducta de mis compañeros: habían convertido la muerte de la señorita Isabel en un episodio de lujuria. Sentí dolor y rabia. Me senté en el promontorio de rocas y me puse a llorar. Ellos no se daban cuenta de mi dolor, estaban ensimismados viendo la espalda y los glúteos de la señorita Isabel. Al tratar de acomodarme, mi mano derecha encontró el calcetín repleto de piedras de colores que había dejado abandonado. Si antes me sirvió, ahora ocurriría lo mismo.

Con una determinación de la cual no me creía capaz, primero le destrocé la nuca a Mauricio. Lo encontré arrodillado intentando abrir las piernas de la señorita Isabel, quien sabe con qué propósito. Luego, sin darles tiempo a reaccionar, descargué el segundo golpe que estremeció la cabeza de Ignacio. Él estaba al lado de Mauricio ayudándole en la maniobra. Javier intentó arrancar, pero no fue lo suficiente rápido. La bolsa con piedras impactó dos veces en la parte posterior de su cráneo y la sangre le brotó por los oídos. Sin detenerme un instante, volví sobre mis pasos y golpeé de nuevo a Ignacio y a Mauricio, hasta estar seguro de que ninguno había sobrevivida.

Quedé solo en la playa. Sabía lo que tenía que hacer y lo hice de manera expedita. Les quité la ropa y dejé los cuerpos desnudos alrededor de la señorita Isabel. La marea borraría las pisadas y, al día siguiente, nadie podría reconstituir lo sucedido. Por último, cogí las pertenencias de los tres y, de la misma forma que lo hice con la ropa de la señorita Isabel, las enterré en un hoyo entre las dunas. El viento completaría mi trabajo. Luego corrí a mi casa, prometiendo que nunca volvería a la playa en búsqueda de piedras de colores: con las que llevaba en el calcetín ensangrentado tenía suficientes.

 

FIN

 

libreros-eduardo-diaz-sotoEduardo Soto Díaz ha publicado las novelas En la Oscuridad del Miedo (2004), Tras las nubes habitan los ángeles (2006) y El Orden de los brujos (2009 y 2012). Periodista y abogado, reside en Iloca y trabaja en Licantén como notario.

 

 

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