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Extractos de un cuerpo – Galo Ghigliotto

 

La cabeza

A poco de que el sol subiera a tomar su puesto detrás de las nubes, los perros empezaron a desfilar hacia el peladero extendido junto al recién inaugurado hospital. En los años futuros ese espacio iba a ser ocupado por nuevas salas de atención, o laboratorios, y los obreros que estaban trabajando ahí, probablemente los mismos que luego erigirían esos espacios, reparaban los cercos e instalaban un portón. Se dice que sobre ese suelo se peleó la Batalla de Tucapel, así que quizás esa era la tierra en la que Pedro de Valdivia perdió la vida, por una flecha anónima o un mazazo certero del viejo Leocato –como se cuenta en la Araucana–. Los obreros vieron pasar entre los árboles a un perro negro y grande, como si llegase de esa época remota después de atravesar un túnel de tiempo u otro portal de índole fantástica, llevando en las fauces la cabeza, el cabello negro y lacio de un hombre joven de rasgos indígenas. Tenía los ojos achinados, aunque no era muy claro si por gesto suyo o de la muerte estampada sobre la cara. El corte perfecto del cuello parecía más de una guillotina que de un espadón, cosa rara, porque no se sabía de ninguna revolución en las inmediaciones.

 

Los pies

 

Como si hubiesen querido correr cada uno por su cuenta, peleados, demasiado conscientes de su libertad posterior al desmembramiento del cuerpo, el pie izquierdo y el pie derecho aparecieron en distintos puntos del potrero. El derecho había corrido peor suerte que el izquierdo, ya que fue interceptado en su huida –o posiblemente arrastrado– por un quiltro a más de cien metros de donde fue encontrada la bolsa con los restos, en posición de las catorce del reloj, con el dedo gordo desaparecido, bien pulido el hueso y el dedo chico sacado de un mordisco. El izquierdo en cambio estaba a las ocho en punto, apenas a dos metros de la bolsa, semienterrado, como si en la pugna matutina uno de la jauría hubiese preferido aguantar el hambre y esconder su botín para volver después. Ya juntos, sobre la camilla forense, los pies parecían todavía fastidiados por lo que había sido de ellos, o aun en desacuerdo por los malos pasos con que llevaron al que fue su amo en vida.

 

Las manos

Profesionales del hurto, del asalto, del golpe, del empaquetamiento de papelillos, de la molienda de gramos de coca, de la construcción de matacolas y pipas diversas usando zanahorias, papas, cañas de coligüe y materiales de toda clase, pero como buenas profesionales ante todo, las manos se resistieron a hablar por varios días a pesar de toda forma de presión ejercida, química, física y biológica, bien cubiertas detrás de una gruesa capa de ceniza y piel quemada. La izquierda, menos rebelde, conservaba todos sus dedos y se mostraba de mejor ánimo, con dermatoglifos más abundantes y enteros, aunque carcomida en las partes esponjosas por los filosos dientes de los perros. La derecha en cambio, malograda, no sólo guardaba tres dedos apenas, sino que estos además estaban mezquinos con la dactiloscopia, cosa que no impidió a la brigada de homicidios obtener un dato fundamental para el avance de la investigación.

 

El nombre

A la manera de los viejos egiptólogos que con apenas fragmentos de esculturas aprendieron a comprender qué rol jugaba un hombre en esa sociedad –donde los pies separados hablaban de importancia política y los pies juntos de la mujer acompañante de su rol como esposa–, la policía recogió distintos fragmentos de huellas dactilares para completar un puzle a partir de lo ausente. Cada segmento era una letra, una M por acá, una G por aquí, dos L juntitas, una V invertida, la sombra de una T, las huellas de una E, hasta que apareció el nombre completo de Manuel Gonzalo Villalba Astete, de veinticuatro años, al que nadie había dado por perdido ni esa semana, ni la anterior, ni el año en curso y ninguno de los diez años anteriores, por lo menos.

 

El tronco

 

Aunque antes había servido para alojar órganos y aire, ahora el tronco no se diferenciaba de un costillar de cerdo envasado al vacío más que por la ausencia de aliños y de vetas blancas. Esto último probablemente debido al hambre o la célebre combustión biológica de la grasa por la droga. Los policías apenas pudieron tener una idea más o menos completa de su silueta a partir de las fotos donde el asesino posaba junto al tronco recién cortado, todavía visibles algunas zonas como el ombligo y las tetillas, además de la galletera utilizada para semejante faena. A diferencia de un maniquí para camisas, de esos sin cabeza ni piernas pero de abdomen marcado y pectorales imponentes, éste se mostraba tímido junto a la expresión saltona en los ojos del psicópata improvisado –a punta de falopa y botellas de pisco– y no alcanzaba a percibirse el temblor en las manos de la fotógrafa, supuestamente intimidada.

 

El corazón

Todavía manchado de amor pueril, que es el más ciego de todos –amor de única opción como lo llaman en los botes de algunas caletas chinas–, el corazón de Manuel ya no latía por nadie, ni siquiera por Natalia. Ella lo recogió del suelo después de que el Caroni lo sacara de cuajo del pecho recién abierto con la galletera y se lo lanzara en la cara, con exagerados celos. Y aunque a ella se le pasó por un momento la idea de meterlo entre las páginas de un libro, como hacen los jóvenes enamorados con los botones de rosa, recordó que en esa casa no había libros, menos uno así de grande, y pensó que quizás ya nunca más serían jóvenes, ninguno de los tres, aunque sí se sentía enamorada. Pero no del Manuel, antiguo dueño del corazón extirpado, sino del Caroni, más tarde conocido como el descuartizador de Cañete, que no paraba de transmitir incoherencias mientras hacía su faena. Natalia no supo qué hacer con esa pelotita de carne entre los dedos, así que la metió a la bolsa donde irían a parar los pies y las manos del difunto, medio escondida, no vaya a ser que el loco de su enamorado quisiera dárselas de azteca y pegarle un mordisco.

 

Las falanges

En la casa del trío, al interior de una cajita de madera verdosa, con la tapa tallada como una malla de flores y adherida a la base por dos pequeñas bisagras de bronce, los policías encontraron un set de tres pipas ya utilizadas para fumar marihuana prensada y pasta base. Exhibían de un extremo la blanquecina situación del marfil y del otro la porosidad incinerada de todo hueso mamífero. La cara invisible era una promesa tendida entre un amigo y otro, si uno muere, a mano de paco o cocodrilo, el que viva se tiene que hacer una pipa con un hueso del muerto, aunque en ese caso el amigo sobreviviente, en fatídica coincidencia con el personaje del asesino, se había tomado la libertad de no usar una, sino tres falanges, extirpadas de dos dedos diferentes de la mano derecha.

 

El alma

En su laboratorio del instituto Salk de San Diego, cuyos grandes ventanales enfrentan la costa del Pacífico, el premio nobel Francis Crick pasó los últimos años de su vida investigando sobre lo que él llamaba la caja negra. Su aporte ya había sido suficiente en materia genética, después de explicar junto a Watson el funcionamiento del ADN, como para permitirse terminar sus días buscando algo tan controversial como el alma. Y la encontró, después de un tiempo, en los recovecos del cerebro, tendida como impulso eléctrico entre neurotransmisores, axones y neuronas. Podría graficarse como un viento que recorre un laberinto hermético plagado de puertas: abriéndolas, cerrándolas de golpe, de acuerdo a los cambios de presión atmosférica al interior de esa vacuola. Según Crick, esa energía que deja de fluir en el segundo posterior a la muerte y que algunos estimaron pesa veintiún gramos, hace la diferencia entre un cerebro vivo y la materia inerte. Ahora, el destino de ese flujo, por cuál de todas esas puertas se escapa finalmente, o bien, a qué conduce la puerta elegida después de traspasado ese umbral, es desconocido. En el caso de Manuel Villalba, sabemos que estaba durmiendo cuando su amigo entró a la pieza de esa casita que los tres compartían. El Caroni estaba enfermo de celos porque Natalia le había contado que el Manuel consideraba inmerecidos los malos tratos hacia ella y, aunque él y el Caroni fueran amigos de toda la vida, quería ofrecerle algo mejor. A partir de esto, podemos suponer que Manuel soñaba con una nueva vida junto a Natalia, en otra casa, en otra ciudad. O quizás, tenía una pesadilla en ese momento, y se soñaba como un mapuche a punto de perder la cabeza en la Batalla de Tucapel, a manos de un español furioso. O bien, no soñaba nada, nada al menos que podamos adivinar. Por eso, saber en qué vuelta del laberinto se hallaba el viento ese cuando la bala entró en su cráneo, y cuál fue la última puerta que atravesó, no podemos saberlo. Conocer el paradero final del alma de Manuel Villalba –en limbo, en paraíso de sueño o en infierno de pesadilla– es algo que ningún científico, ningún policía del mundo podría adivinar: ni con tres laboratorios sobre las colinas de San Diego, ni mucho menos con unos cuantos microscopios en una oficina forense de la región de Arauco, en Chile.

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Galo Ghigliotto nació en Valdivia, Chile, en 1977. Es Magíster en Literatura Latinoamericana y Chilena (Universidad de Santiago de Chile). Poeta y narrador. Ha publicado el libro de relatos “A cada rato el fin del mundo” (Emergencia Narrativa: Valparaíso, 2013). Ha recibido la beca de escritores para su poemario Herodes (2013) y su novela Maleza (2014). En 2016 resultó ganador de los Juegos Literarios Gabriela Mistral, categoría inéditos. Actualmente dirige Editorial Cuneta y organiza anualmente La Furia del Libro.

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