libreros marcelo garcia meneses 600

El inspector Matteo Salamanca y el caso del “Warmikuna Wañuchij” – Marcelo Pablo García Meneses

 

     Mi nombre es Matteo Salamanca, en el verano de 1936 regresé a la ciudad del río de mi infancia. Atrás habían quedado las grandes capitales, los puertos y las aguas del Pacífico. Había quedado también atrás mi servicio como intérprete de la legación de Bolivia y mi amor por una “madame” de París. Renuncié al puesto diplomático y seguí los incesantes recuerdos de mis antepasados, pues desde hacía años que soñaba ver una vez más la campiña verde y florida. En rigor, tomé el último trabajo en vacancia en la ciudad para un jurista y fue así como me hice inspector de la policía de Cochabamba.

     A mi arribo a la ciudad, me establecí en la casa abandonada por mi familia en la calle Santo Domingo. Me tomó unas semanas convertir nuevamente el lugar en un sitio habitable, pero al final me sentí como en casa. Para deambular por las calles polvorientas y mal empedradas de la ciudad adquirí un automóvil y para internarme en los laberintos naturales del campo compré un pura sangre. Como era habitual en las primeras horas de la mañana, interpretaba mis composiciones predilectas con el violín y fumaba plácidamente tabaco en mi pipa. Para no verme tan solo en casa, contraté los servicios de una cocinera y un ama de llaves. Me acompañaban durante todo el día con las labores domésticas, pese a ello no podía evitar sentirme solo por las noches.

     No sé si por esa razón, una mañana mientras caminaba hacia la Plaza de Armas para una entrevista con el gobernador, una niña me ofreció un cachorro de la camada puesta a la venta. “Rantiyriway… rantiyriway cawallero” me decía en el idioma de los quechuas. Sólo en ese momento comprendí que necesitaría además los servicios de un intérprete. No debía ser difícil elegir el cachorro, tan solo debía observar al más vivaz de todos. Sin embargo, tras ver los pies descalzos de la pobre criatura, elegí al más débil porque si esa noche perecía, al día siguiente podría comprar otro a la niña. Elegí un cachorro cobrizo, al que sin pensarlo bauticé con el nombre de Baudelaire, quien rápidamente se sobrepuso a la inanición gracias a los cuidados de la cocinera y el ama de llaves.

     Tras algunos trámites en la ciudad de La Paz ante el Intendente de la Policía y el Cuerpo Nacional de Carabineros, finalmente comencé mis funciones como inspector el primer día del mes de abril. Asistí a mi despacho, una pequeña habitación con paredes de piedra y adobe en dependencias de la policía, allá en la Plaza de Armas. Las primeras semanas atendí en las provincias casos como el hurto de ganado y conflictos propietarios que no merecen mayor elucidación. En el ínterin de mis viajes para conciliar los pleitos y la intervención de mi autoridad, conocí en la localidad de Punata al médico Andrés Calero, con el que prontamente entablé amistad y fue sin más mi cómplice e intérprete.

      Habría sido el mes de junio cuando tuve el primer caso importante en la ciudad. Un labriego en la zona de Tupuraya, encontró en su chacra durante sus faenas cotidianas, el cuerpo degollado de una mujer. Cuando llegué al lugar del crimen tuve que abrirme paso entre el espeso maizal y el barro ocre de un campo tempranamente bañado por el rocío. La víctima, mujer de 30 a 35 años de edad, debió pertenecer a una familia distinguida de la ciudad, pues así la describían su fina vestimenta y elegante calzado. Esto último lo confirmé al ver las alhajas que llevaba y al encontrar entre su ropaje un buen monto de dinero en moneda de papel, por lo que vislumbré que el crimen no contenía los motivos de un robo.

     El cuerpo yacía tendido sobre un charco de su propia sangre, se distinguía claramente un corte transversal que le cruzaba el cuello. En el rostro pálido se veían los ojos inertes. Develaban una mirada pérdida al cielo, que parecía capturar como en una instantánea, el momento en el cual la mujer pedía en gritos mudos un llamado de socorro. Caminé en rededor buscando la dirección de las huellas que trajeron al lugar, a quienes yo consideraba una pareja de enamorados. No tardé en hallar las huellas que venían del oeste. En efecto, tras una rápida observación distinguí las huellas del calzado de la mujer por la marca profunda del taco. Paralelamente se distinguían las marcas de las suelas de un zapato de varón, de aproximadamente treinta centímetros de longitud, por lo cual deduje que el asesino tenía una considerable estatura.

     Las huellas se arremolinaban como en un baile, después seguían solas las del criminal en dirección sur. Le propuse a Calero que auscultara el cadáver, y con Baudelaire corrimos siguiendo las huellas, buscando alguna pista sobre la identidad del criminal. Al llegar a las riberas del Río Rocha, las huellas se perdían en el agua, pues hábilmente el asesino las cubrió para no ser perseguido. Ya perdía la esperanza de encontrar algo, cuando Baudelaire jugando con una mariposa, me señaló con sus ladridos en la fina arena de la orilla, una huella de calzado, en la cual se veía claramente el monograma CV. Al no encontrar ninguna otra pista retorné al maizal, Calero examinaba el corte en el cuello de la víctima ayudado por unas pinzas y una lupa. El médico andaba siempre por todo lado cargando su maletín.

     –Y bien amigo mío, ¿qué encontró? ­–pregunté a Calero.

     –El cuerpo devela unas ocho horas desde el deceso y no hay en él nada más que la herida expuesta. Ningún hematoma, ni otra señal de violencia.

     –¿Qué le parece la herida?

     –El corte profundo fue hecho con un arma de metal, una especie de cuchillo, pero no estoy seguro, inspector.

     –¿Cómo podemos estar seguros? –repuse.

     Tras una corta meditación, Calero aconsejó que la única forma de conocer el arma homicida, sería realizando cortes de carne con diferentes instrumentos. Así tan pronto, el médico se dio a la tarea meticulosa de buscar una gran variedad de cuchillos y otras armas, para realizar cortes a carne de cerdo. Le prometí que el Matadero de la ciudad se encontraba a su disposición. Pidió unos minutos a los policías que ya querían llevarse el cuerpo al Hospital Viedma y rápidamente alzó un preciso dibujo de la herida para poder iniciar la búsqueda del arma. En cambio, yo debía buscar en la ciudad el significado del monograma CV del calzado.

     En los siguientes días continuamos con nuestra investigación. Una tarde visité en la zona de Cala Cala a la familia de la víctima, en busca de nuevas pistas. Me entrevisté con los padres y hermanos, pero cuando pregunté sobre la vida sentimental de la mujer, me dijeron que no se había casado y que nunca más quiso saber de algún hombre después de su último desamor. Tras lo cual descubrí que la víctima y el asesino mantuvieron esa relación en secreto. ¿Pero quién era aquél hombre? Supuse que el secreto de la víctima a la familia no significaba igualmente un secreto entre las amigas, por lo cual pedí sus nombres y direcciones.

     Resultó infructuosa la búsqueda de alguna pista entre las amistades, el secreto estaba muy bien guardado, ninguna supo explicar una relación amorosa en la finada. En tanto, Calero había registrado tantos cortes como hojas de filo se pueden encontrar entre la población de matarifes de la ciudad, y ninguna coincidía con el arma del asesino. Lo único evidente que demostraron los cortes, fue que la herida se propinó por un arma filosa de metal. Entonces me aboqué a la siguiente pista y en una tarde de paseo por el centro comercial de la ciudad, descubrí que el monograma CV pertenecía a Calzados Velasco, una concurrida tienda en la calle Comercio.

     Indagué con el propietario las características de la suela del calzado. Supo explicar que la suela pertenecía a los botines de cacería, que se hicieron muy populares entre los ex-combatientes de la Guerra del Chaco, por lo que la demanda del calzado crecía. Cuando pregunté sobre la talla y las últimas ventas hechas, me respondió que pocos hombres en la ciudad compraban la talla grande y que no tenía un registro de las ventas realizadas. Sólo cuando salía de la tienda, el propietario me dio una nueva pista; mencionó que la guerra resultó ser un desastre para el país, pues no sólo perdimos un gran territorio sino también a muchos jóvenes y hombres. Todos los soldados que en apariencia volvieron ilesos de los campos de batalla, tenían heridas en el alma, ya que los clientes que compraban los botines le parecían, sobremanera, hombres extraños.

     Cuando realizábamos aún las investigaciones de Tupuraya, ocurrió el segundo crimen en la ciudad. Al amanecer del 12 de septiembre, un policía que hacía su ronda diaria por elAcho (la Plaza de Toros en las afueras de la ciudad), halló el cuerpo degollado de una mujer del campo, una comerciante de legumbres. Tras un examen a la víctima, Calero comprobó que la herida había sido propinada con la misma arma que en el primer crimen, con lo que supimos que nos enfrentábamos ante un asesino de mujeres. El asesino cubría muy bien sus pasos, pues no encontramos más pistas en la escena del crimen. En tanto Calero pasó a analizar los cortes del instrumental quirúrgico del Hospital Viedma, pero no encontraba ninguna similitud con la herida. Por mi parte, visité la Biblioteca Municipal en busca de algunas respuestas en los libros para la segunda pista.

     Casi en seguida, ocurrieron los acontecimientos que pueden comprobarse en los diarios de la época que se encuentran en la Hemeroteca Municipal. Los diarios, como los caracterizaba, mantenían a la población informada sobre el caso que llegó a denominarse el “Warmikuna Wañuchij” o el asesino de mujeres en el quechua local. El Heraldo titulaba en primera plana: “¡Tenga cuidado! Un asesino anda suelto por la ciudad”. El Imparcial anunciaba: “Segunda víctima, la policía está en vilo y al apronte del asesino. No salga por las noches y mantenga cerrada la puerta de su casa”. El Federado informaba: “La tarde de este miércoles, un hombre se entregó en la Jefatura de Policía, confesando ser el “Warmikuna Wañuchij”. La población puede descansar tranquila, el asesino está tras las rejas, nosotros lo vimos”.

     Tan solo al principio aterrorizó el “Warmikuna Wañuchij” a la población en Cochabamba, tan solo al principio hubo caos entre sus habitantes. Entre los pobladores se corría el rumor que el asesino era un prisionero de guerra paraguayo, que había fugado de su cautiverio cuando fueron traídos desde el frente de batalla a la ciudad para barrer las calles, construir caminos o hacer reparos en el Río Rocha. Otro rumor aseguraba que se trataba del conocido Mariano Salguero, recientemente encarcelado por asesinar a golpes de hacha a toda su familia en la zona de la Laguna Alalay. 

     En las noticias de los diarios aparecía continuamente el nombre del Capitán Sandagorda, máxima autoridad de la Jefatura de Policía, que decidido a terminar con los asesinatos, desplegó a la policía a lo largo y ancho de la ciudad, arrestó a todos los extranjeros que llegaron a Cochabamba en los últimos meses y redobló la guardia en la cárcel para evitar que Mariano Salguero escapara. Los extranjeros pasaron alrededor de dos meses encarcelados en las celdas de la policía, pero como los crímenes continuaron fueron liberados sin pena ni culpa.

     El mecánico que realizaba la reparación al Reloj de la Torre de la Catedral Metropolitana, divisó desde lo alto sobre el tejado en una casa de la calle Chile, lo que parecía ser el cuerpo de la tercera víctima. La hija del boticario desparecida días atrás. Al recuperar el cuerpo, Calero evidenció mi temor, en el cuello se distinguía un corte transversal idéntico al de los casos anteriores. Mantenía en pie mi hipótesis y hechas las diligencias, averigüé que en estos casos, el asesino había mantenido en secreto una relación amorosa con las víctimas. Pues al igual que antes, las mujeres no estaban casadas y ningún familiar o amigo supo explicar una relación sentimental en las finadas.

     Siguiendo el fervor del pueblo, con Calero nos dirigimos a una chichería (local de expendio de chicha) en el Barrio de los Ricos sobre la calle Sucre. Allí comenzamos a maquinar la aprehensión del asesino, pues ya no podíamos permitir más crímenes en Cochabamba. Pedimos unas jarras de chicha y comencé a fumar frenéticamente en la pipa, pensando en la identidad del asesino. Imaginé que el condenado, podría ser alguno de los hombres que despreocupadamente libaban el líquido amarillento en las mesas contiguas. ¿Qué clase de hombre podría ser el asesino? Las pistas no nos conducían a ningún lugar. En aquél entonces y tras la guerra, en la ciudad se intentaban revivir los años mozos.

      Los hombres se divertían sanamente, llevaban serenatas a las mujeres, se iban de paseo por las campiñas de Cala Cala, Recoleta, Muyurina o Queru Queru. Pasaban el verano en los balnearios del Valle Bajo o  iban de caza y pesca al Valle Alto. Calero llevaba un pan en el saco y comenzó a alimentar a Baudelaire, arrojándole trozos que el cachorro alcanzaba con la boca, en altos brincos de felicidad. Cuando nos trajeron de comer unas picantes y sabrosas piernas de conejo, empezó a oírse en la chichería las notas chirriantes de un desafinado piano de cola. Para empujar la comida y saciar la sed en la garganta tomamos en seco la chicha de los andavetes. Mientras tanto el médico me explicaba los incipientes avances de su investigación para encontrar el arma homicida.

     Empezaron a oírse en el piano ritmos musicales que desconocía, Calero me explicó airadamente los ritmos del bailecito y del carnavalito. Como ya era tarde, pedí un plato de comida para Baudelaire, pero lo saqué a comer a la calle porque como decía un cartel en “La Parisiense”: “no se permite el ingreso de animales de cuatro patas”. Al regresar a la mesa, Calero un poco más alegre, compartía el andavete con unos mozuelos. Yo me puse a fumar tabaco y como en un azar del destino, en ese momento ingresó a la chichería un hombre que iba de mesa en mesa, ofertando como trofeos de guerra, algunos utensilios militares.

     Llamaron mi atención, entre los objetos ofrecidos, algunos puñales. Hice una señal al hombre para que se acercara, estaba a punto de preguntarle dónde había conseguido su mercancía, cuando vi que en el brazo derecho le faltaba la mano y en el rostro tenía cicatrices de metralla. Entonces ya no le pregunté si fue soldado en la Guerra del Chaco, y en cambio le ofrecí que se sentara y nos acompañara a terminar las jarras de chicha. Le pedimos que nos mostrara toda la empuñadura de su colección, y una a una nos mostraba armas filosas que él aseguraba, pertenecieron a los soldados paraguayos. Calero las examinaba muy bien, pero al final desechaba todas las armas. En ese momento se arrimó hasta nuestra mesa el propietario de la chichería y nos pidió que nos fuéramos del lugar, ya que en “La Parisiense”, como indicaba otro cartel: “No se permite a los clientes el ingreso con armas”. Por lo cual tuvimos que salir a la calle.

      –¿Usted conoce el arma que pudo causar esta herida?  ­–preguntó Calero en quechua al vendedor, mostrándole el dibujo.

     –Es posible, ese tajo me parece conocido ­–respondió.

     –¿Por qué no lo ve una vez más detenidamente? Yo quisiera comprar ese puñal.

     –Yo tengo el arma en casa ­–respondió el vendedor en un quechua muy veloz–-. Pero le costará mucho más, porque en realidad no es un puñal, sino una bayoneta.

     Quedé sorprendido ante el aviso de aquél hombre. Mostramos interés por comprar el arma y con Calero nos dirigimos a la casa del veterano en la calle Argentina. Ingresamos a la casa, en la pared se veían colgados unos fusiles máuser. Calero afirmaba que debían ser paraguayos, porque eran de mayor tamaño que los fusiles bolivianos. El hombre bajó el fusil, en la culata de metal vimos grabado el escudo paraguayo y en lo alto pendía la bayoneta. La desfundó y vimos la diferencia entre la bayoneta nacional y la paraguaya; la primera tenía la hoja lisa y la segunda era una hoja dentada. Calero estaba seguro que aquella debía ser el arma homicida, en seguida cerramos trato y compramos la bayoneta. El médico no pudo esperar más, inmediatamente fuimos para el Matadero y realizando unos cortes, descubrimos que el asesino utilizaba la bayoneta paraguaya para degollar a sus víctimas.

     En pocos días y con algo de suerte, habíamos logrado encontrar el arma homicida, además teníamos algunas pistas para resolver el caso. Por su parte, ni el capitán Sandagorda, ni la policía habían dado con el “Warmikuna Wañuchij”, cuando una tarde de noviembre visité la casa de Andrés Calero en la calle Paraguay.

      –¿Ya sabe, quién es el asesino? ­–me preguntó sorprendido.

     –No estoy seguro, pero precisamente vengo a pedirle su ayuda para atrapar a un sospechoso.

     Debíamos apresurarnos, inmediatamente subimos al automóvil y tomamos rumbo con dirección a Cala Cala. Llegamos a una casa de altos y sin que los vecinos nos vieran, forzamos la puerta principal para ingresar. En el interior buscamos el arma homicida, el médico buscó en el dormitorio; Baudelaire y yo en el resto de la casa. Escudriñamos entre las pertenencias del sospechoso, pero lo que nos interesaba hallar era la bayoneta. Tras horas de búsqueda, casi deshacemos el lugar, pero finalmente en el “P’ukuru”, un horno de barro, envuelto en un trozo de tela, encontramos la prueba del delito. Después, tan solo nos quedaba esperar la llegada del habitante de esa morada.

      En la noche se abrió la puerta del dormitorio y una alta y robusta sombra apareció en el umbral. Esperamos a que ingresara y encendiera la lámpara, pero los ladridos intempestivos de Baudelaire le alertaron de nuestra presencia, con lo cual el sospechoso salió huyendo. Corrimos tras él por el pasillo de la planta alta y las escaleras, en el zaguán lo alcanzamos. Calero lo golpeó con su maletín, pero el corpulento hombre ni se movió. Me atacó, esquivé unos golpes de puño y logré acertarle un gancho derecho en el rostro que lo sentó en el suelo. Se puso de pie y atacó a Calero. Levantándolo, lo lanzó contra una “Q’oncha” o cocinilla de barro.

     Lo acorralé, esquivé los golpes de puño, más no el botín de cacería y de un puntapié en la espalda, quedé derribado. Baudelaire sólo atinaba a ladrar, pero era suficiente como para desconcertar al hombre. Calero lo atacó lanzándole ollas de barro de la cocinilla, y sin embargo, el sospechoso hábilmente tomó al médico por el cuello para estrangularlo. No lo dudé más y en un arranque de furia, saqué el revólver y con unos disparos al aire di por concluida la pelea. Le ordené que se tranquilizara y se sentara. Con una seña indiqué a Calero para lo atara de pies y manos con una soga. Entonces me presenté como inspector de la policía de Cochabamba y recapitulé los crímenes y las pistas que nos llevaron hasta él.

     Cuando asesinó a la mujer en Tupuraya, dejó una huella de su calzado en la orilla del río, huella que me llevó a la tienda de calzados donde compró los botines de cacería. Ahí abrigué la posibilidad de que el asesino fuera un ex-combatiente de la Guerra del Chaco. Además el propietario me describió algunas características de la llamada “neurosis de guerra”, que finalmente comprendí cuando leí algunos estudios en los libros de la Biblioteca Municipal. Y mientras mi compañero, el médico Andrés Calero, buscaba el arma con que se asesinó a las mujeres, la tercera víctima confirmó mi hipótesis. El criminal mantenía en secreto una relación amorosa con las víctimas, es decir que no se mostraba públicamente con las mujeres, ni demostraba su afecto o siquiera su pretensión.

     Pero, ¿cómo saber qué hombre en la ciudad era el asesino? Aquello resultó algo muy fácil de resolver tras una larga meditación. Tan solo debía recordar las palabras del propietario de la tienda de calzados. “Pocos hombres en la ciudad compran la talla grande” y “los botines de cacería se hicieron muy populares entre los ex-combatientes”. Así que mientras mi estimado socio seguía en la búsqueda del arma homicida, yo me pasé largas horas sentado en la oficina de alistamiento del ejército, revisando los registros de reclutamiento de los más de diez mil soldados que envió la ciudad a la guerra, buscando los datos de un hombre de considerable estatura.

     Tras días de trabajo y sin comer ni dormir lo suficiente, constaté que la ardua tarea resultaría infructuosa, pues los registros no se encontraban actualizados. No se conocía el detalle de los soldados que resultaron muertos, prisioneros o desaparecidos. Mucho menos se conocía quiénes regresaron de la guerra y dónde vivían en la ciudad. Casi sin esperanzas, decidí sentarme en las bancas de la Plaza de Armas, observando los calzados de los transeúntes, esperando encontrar la talla grande de los botines de cacería. Hasta que un día lo encontré. Una mañana, sin que lo pensara siquiera, lo seguí por toda la ciudad, incluso viajamos juntos en el tranvía que lo trajo hasta esta casa. Cuando descubrimos el arma con que se realizaron los crímenes, no perdimos más tiempo y vinimos para acá.

     Finalmente, le enseñamos la bayoneta que encontramos en su casa como la prueba de los asesinatos. En efecto, el sospechoso aceptó la culpa. La bayoneta paraguaya era su botín de guerra. Se puso a llorar desconsoladamente y confesó ser el autor de los crímenes. Afirmó no saber explicar la razón de sus actos, tras la guerra deseaba iniciar una vida en compañía de alguna de esas mujeres. Su corazón así lo deseaba, pero su mente tenía otros planes. Dijo que tan solo ansiaba ser la persona que fue antes de su partida a la Guerra del Chaco. Calero guardó el arma del crimen, lo subimos al automóvil y lo llevamos hasta la Jefatura de Policía para entregarlo a las autoridades de la ciudad. 

     Nosotros resolvimos el caso del “Warmikuna Wañuchij”, más no era tuición nuestra condenar al criminal, de eso se encargaría la ley. El juicio duró unos días, tras lo cual el ex-combatiente de la guerra fue condenado a muerte. Era el mes de diciembre cuando las lluvias principiaban, que el condenado atravesó la Plaza de Armas en dirección al patíbulo erigido en la Plaza San Sebastián. Caminaba bajo una frágil llovizna vistiendo un traje nuevo, con los pies y manos encadenadas, mantenía la mirada pretenciosa por encima del hombro. Delante iba un tamborilero, tocando con estruendoso afán el aviso de muerte. Detrás marchaban sigilosamente al ritmo del tambor, la caravana de jueces y verdugos que lo condenaron. 

      En la plaza ya lo esperaban el batallón de fusilamiento y una multitud de curiosos alrededor del improvisado patíbulo de adobes. Cesó el redoble del tambor, lo amarraron al cadalso, le vendaron los ojos, le alcanzaron un vaso de vino que se tomó hasta la última gota, le encendieron un cigarrillo pero lo escupió con desdén. El capellán del ejército le dio la extremaunción, el batallón de fusilamiento a las órdenes del sargento cargaron los fusiles. Un abismo de silencio se cernió entre los presentes, el sargento ordenó que apuntaran y las miras se dirigieron a un blanco que indicaba la altura del corazón. El condenado profirió unas palabras que nadie alcanzó a escuchar y hondas descargas de fusilería se oyeron a la orden de fuego.

      El fusilado se sacudió torpemente y quedó inmóvil en su trono de sangre. Un médico se acercó al cuerpo para tomarle el pulso y certificar su muerte, pero de todas formas la ley disponía no levantar el cadáver hasta la caída del sol. Entre alguna tímida algarabía la gente se dispersó, dejando en el patíbulo, a ese patriota que en la Guerra del Chaco se convirtió en asesino por defender su país. Encendí mi pipa y a galope del caballo me alejé de la Plaza San Sebastián, en dirección al despacho de la policía a la espera de nuevos casos.

 

FIN

 

libreros marcelo garcia meneses 600

 

Marcelo Pablo García Meneses, nació en Cochabamba, Bolivia el 10 de febrero de 1981. Es educador y docente universitario, trabaja para el Ministerio de Educación de Bolivia y como consultor independiente. Como aficionado a la historia y la literatura, tiene escritos los siguientes libros: Los días al sol (novela, 2005), Los tranvías de Cochabamba (ensayo, 2006), Cuentos de Cochabamba en blanco y negro (cuento, 2011), La comida de Sebastián (cuento, 2012), Alemanes en Cochabamba (ensayo, 2012). 

Agregar un comentario

Su dirección de correo no se hará público. Los campos requeridos están marcados *