“La comida es un arte sagrado”
Tuve la suerte de ser testigo del proceso de cocinar la edición chilena de la novela El lado bestia de la vida (2016) del escritor Néstor Ponce, nacido en La Plata, Argentina, autor de novelas negras y de las otras, poeta, ensayista, profesor y periodista. Residente en Rennes, Francia, donde funge de académico, animador literario y cultural, director de revistas y viajero encarnizado, es hombre clave en la promoción de nuestras letras hispanoamericanas. La novela mencionada es la segunda parte de una trilogía que se inició con Toda la ceguera del mundo (2014), donde están los temas de la dictadura y el exilio, y donde les da duro a los cabrones con y sin uniforme que han llenado de sangre y sufrimiento nuestras tierras. Pero también están en su literatura el fútbol y el rugby, el dinero y la droga, la corrupción y la traición, y (este y es lo que quiero destacar), las comidas y bebidas del pueblo. Pues vamos con este diálogo transatlántico que esperamos nos abra el apetito y nos dé sed, que con eso mechamos la alegría de la vida.
–Para entrar en materia che Néstor, colega en lo de las letras, qué espacio has dado o qué rol han jugado el yantar y el libar popular en tu literatura (negra y de la otra), tanto en lo que has publicado como en lo que tienes en planes.
–En mis novelas negras hay una profusión de menciones a la comida, incluyendo recetas. En Toda la ceguera del mundo, uno de los personajes principales, Juan Manuel de Armando, dicta una lección acerca de la elaboración del asado, citando los cortes, la preparación del fuego, la calidad de la parrilla, la forma de cocinar… La comida es un arte sagrado, una realidad que reúne y une a los personajes. En otros textos hablo de la preparación del locro o las empanadas (ese invento tri-nacional maravilloso). De Armando es además fanático de los maníes, que pronuncia deliberadamente de manera popular, los “manise”. Le atribuye a esa oleaginosa propiedades nutritivas, curativas e incluso afrodisíacas. Todo esto en un registro humorístico. En otra de mis novelas, Una vaca ya pronto serás, me refiero a la alimentación de los indígenas del sur argentino, a finales del siglo XIX y comienzos del XX. En un cuento, “Noches sin la Tita”, narro la historia de un joven con aspiraciones de vampiro, que prepara cenas que contienen (entrada, plato principal y postre) productos únicamente de color rojo. Además, en otros escritos me refiero al consumo de bebidas alcohólicas (de Armando es experto en whisky irlandés), hablo también de la “comida-basura”, de restaurantes, de lugares en los que se consiguen los mejores productos. Hablar de comida es hablar de mi vida. Mi madre era gran cocinera y mi padre experto en asados. Por otro lado, tengo un libro de poesía, La palabra sin límites, que contiene una sección intitulada “Culinarias”: cada poema es una receta o está emparentado con el universo del comer y beber (Bananitas a la Bushmills: ésta es para coronar la trasnochada / disponga cuatro bananitas del Ecuador / dos dedos de bushmills / pele la ansiedad de una / y en el trayecto del plato a la copa / cárguele las tintas a la nostalgia / déjela gotear sin escrúpulos / mire en torno suyo / masticar pensando). Ahora estoy escribiendo un relato que me pidió Lorenzo Lunar, un escritor cubano que va a organizar un festival de literatura policial en su ciudad de Santa Clara. Le puse “Hay amores que matan”. En este texto reaparece de Armando, comiendo “manise’”, libando Cinzano con Fernet, y también el protagonista, Carlos, un peón que se las arregla muy bien comiendo la carne vacuna de la propiedad de su patrón. Y vos, Bartolomé, contáme de lo tuyo.
–Por mi parte nunca he dejado de meter el tema de las comidas en mis libros. Lo que pasa es que soy un comilón sin remedio con sed atrasada y mis detectives no pueden ser menos. En mis novelas africanas, que transcurren tanto en Nairobi como Mombasa y Lamu, Tim Tutts, que es patriota, se muestra fanático de la comida popular keniana, del irio (una mezcla de papas, cereales y vegetales molidos), el sukumawiki y el ugali (un puré de gramíneas, las que estén disponibles), aunque también le hace a la comida asiática, sobre todo el curry de los domingos, a los kebabs y dulces de la costa de cultura islámica, en fin lo que sea para el estómago. En mis “thrillers andinos” brilla la pitanza del glorioso pasado imperial. Una alegre ingesta de cuyes aparece en En el Cusco el Rey; y avasalla un monumental silpancho en Morir en La Paz, donde tampoco faltan las empanadas salteñas, como que todos los personajes parecen adictos. Volviendo a tus vivencias, mon cher Néstor, confiesas experiencia como chef de amigos, colegas y familiares. Ilústrame sobre eso.
–La cocina es para mí una pasión. Cocino cada día, platos latinoamericanos, africanos y europeos. O unas ostras cocidas con pastis, invento de un chef francés que vivía en New Orleans. Dispongo de una buena colección de libros gastronómicos del mundo entero, pero creo que lo que más me interesa es inventar platos. No tengo preferencias: pescados, carnes, mariscos, tartas, legumbres, ensaladas, gratinados. Cuando vienen invitados a mi casa, el chef soy yo: mole poblano, carne al horno mechada con legumbres, conejo a las seis mostazas, ensalada griega con naranjas, cebolla rosada y aceitunas negras… Mi mujer supercontenta, aunque ella también cocina muy bien. Y después los quesos franceses son sublimes, un encanto para el paladar, acompañados con un buen vino tinto. Hace unos años, cuando fui de visita a Argentina, mis amigos me encargaron que trajera los ingredientes y que preparara un cuscús.
–Tú y yo hemos hecho algunas modestas expediciones conjuntas buscando los sabores de la comida de la gente, del ciudadano común; aunque también los olores, los colores y el ingenio. Hemos almorzado en el “Coma y Punto”, un comedero de la Vega Chica en Santiago, que está bien lejos de ser sofisticado, pero donde todo sale caliente, sazonado, delicioso y económico.
–Con el amigo Bartolomé nos hemos hecho expertos en localizar lugares populares. Por ahora en Córdoba y Santiago de Chile, pero pienso que el destino de escritores nos llevará a otros sitios. Sabores sublimes, como el locro y el mondongo, tan argentinos, el charquicán, el pescado frito y las pantrucas de los chilenos más pobres. Destaco unas ostras memorables –las mejores que comí en mi vida– en un restaurante santiaguino, y la carne asada, las morcillas, los chorizos y los chinchulines. Los mariscos chilenos son excepcionales. Y para carne, la argentina y la escocesa. Aunque recuerdo un delicioso churrasco en un hotel en Managua.
–A propósito, también está el tema de las maneras de mesa. Recuerdo que en Córdoba habíamos empezado a atacar un mondongo con el tenedor y el viejo propietario nos dijo, señores, van a aprovechar mejor con la cuchara. Poco faltó para que nos tratara de “pitucos”. Al respecto, qué opinas de los comederos de la gente más modesta, que suelen ser las calles y puentes (como en Lima y La Paz), los mercados (en Chile, Centroamérica y México), las cantinas escolares, los templos…
–Mis experiencias en la materia son muy variadas. En efecto, calles, puentes, mercados, restaurantes tradicionales como “El Palacio de la Papa Frita” en Buenos Aires. En Argentina celebro la calidad de las pastas y las pizzas (pero los suecos de Ikea tienen una pizza rectangular de masa alta y esponjosa que no está nada mal). Por desgracia, en México no puedo comer en la calle o en los mercados, porque termino con intoxicaciones alimentarias. Pero más allá de eso, me gusta el ambiente fraterno que reina en esos lugares. En los mercados y en las calles es donde siento eso de que si la comida está muy rica, es porque ha sido hecha con amor. Uno disfruta de los colores de las frutas como las pitayas y las verduras, se detiene fascinado contemplando pescados que uno nunca hubiera imaginado que existieran, y que además se dejan comer. Me vienen a la mente los mercados de México DF, de Estocolmo, de Islas Canarias, de Tlaquepeque en Guadalajara, de Madrid, de Buenos Aires, de Santiago, donde le pido permiso a los vendedores para fotografiar pescados, tortillas, tacos, trozos de carne, embutidos, pitayas…
–Te cuento que durante la última Feria del Libro de Buenos Aires, donde me acompañó mi hijo Rodrigo, estuvimos comiendo una noche, qué digo, casi a medianoche, en un boliche enorme llamado “La Academia de la Pizza” en Palermo. Repleto de gente, jóvenes, carcamales, familias completas con sus guaguas, parejas acarameladas, solitarios turbios… Nosotros en éxtasis, por supuesto. Ahora entrando en un tópico que me fascina y perturba, qué piensas del tema de las migraciones y los aportes culinarios. Los peruanos en Chile, por ejemplo, han revolucionado los gustos locales.
–La cocina “mestiza” es la mejor. La que combina ingredientes de horizontes diversos, donde la tradición se mezcla con la novedad. Tenemos un amigo argelino, un kabil, que siempre nos trae especias de su tierra cuando se va de vacaciones. Son gustos diferentes, que te ayudan a crear aromas y sabores en salsas y pucheros. Ah, y una buena presentación de la comida en los platos, que los alimentos también entran por los ojos. Igual la disposición de la mesa, los colores de los platos, la forma de las copas. En Francia, para volver al mestizaje culinario, los aportes de la inmigración son enormes: África negra, los países magrebinos, los inmigrantes de los países asiáticos (el barrio chino en París es un emporio del paladar). El año pasado, en una clase que daba en la universidad (historia y cultura), les hablé de comida a los alumnos, del gran aporte de las civilizaciones precolombinas, sin las que no existirían platos típicos como el churrasco con papas fritas francés, el goulash húngaro, la pizza italiana… Y los estudiantes me propusieron que a fin de año hiciéramos una comida. Cada uno tenía que traer un plato típico de su país, o un postre. Tuvimos de todo: recetas francesas, colombianas, mexicanas, argentinas, árabes, etc. Un chico de Normandie, a ciento cincuenta kilómetros de Rennes, se fue a la casa de la abuela para que le diera la receta de una torta, y compró los ingredientes directamente en la estancia del productor. Otra cosa: me hablabas de “La Academia de la Pizza”, todo con mayúscula. Los nombres de los restaurantes son fundamentales. Confieso preferencia por los que tienen una cuota de humor: uno en Cubelles (Cataluña), de mexicanos, “Tapachula” (que tiene doble sentido: la mención a su región de origen y la idea de las tapas chulas), otro de cubanos en Asturias, “Si te dicen que comí” (alusión a la novela de Manuel Cofiño López, Si te dicen que caí).
–Las comidas y bebidas están presentes en muchos autores del género negro. Hace poco le entré a Petros Markaris, el novelista griego, y me enteré de muchas cosas sobre la ilustre y compleja gourmandise griega. Y ni hablar de Simenon y el amor del comisario Maigret por vinos y licores. No puedo señalar una fuente mejor para el sibarita que las novelas negras. ¿Cómo lo ves, Néstor?
–La referencia es para mí Manuel Vázquez Montalbán, que incluso reunió sus suculentas comidas en un libro, Las recetas de Carvalho. La Série Noire de Gallimard publicó también un volumen, Les recettes de la Série Noire, que es una antología de los platos que figuran en los libros de la colección. Hay algunas divertidas, como papas hervidas (¡ese autor no se rompió la cabeza!). Creo que el género se presta para la relación culinaria. Los detectives son buenos sibaritas y mejores bebedores. Gran amateur de ron y consumidor de los platos exquisitos de la madre de su amigo el Flaco Carlos (ex flaco en realidad, porque supera ampliamente los cien kilogramos), es el Conde, personaje de Leonardo Padura. Otro cubano, Lorenzo Lunar, habla en sus novelas de la habilidad de los cubanos para el “rebusque”, para fabricar cocina con muy poco, refiriéndose, como Padura, al período especial. Que lo culinario es imaginación, creación y hasta sueño. Por otro lado, el cordobés Fernando López prepara unos guisos de lenteja exquisitos y te invita a la casa cuando organiza el “Córdoba Mata” en la docta.
–Y también suelen ser comilones los milicos, al menos en tiempo de paz, que son los que conozco y aprecio. En mi novela Ángeles en el Kosovo, inspirada en una larga estadía en la misión de paz de Naciones Unidas en los Balcanes, solía comer con mis jóvenes ayudantes (dos italianos) en la mensa (cantina) del regimiento de la bota.Había tres tipos de pasta diferente cada día, a más de platos preparados, carne y pescado, arroces y minestrones. Los milicos italianos eran como sacados de una película de Fellini, bromistas, tragones y ruidosos. Bebían un café ristretto feroz. Tengo una escena en el libro donde el protagonista se despide de su fugaz enamorada comiendo lasagna en el regimiento y los milicos, al verlos tan tristes, les cantan en coro un aria de ópera, una escena no tanto felliniana sino más bien de comedia de Dino Risi.
–Yo de los milicos tengo recuerdos poco gratos. Cuando hice el servicio militar en 1976 –tuve que desertar por problemas de persecución política–, un día nos pusieron un laxativo en la comida, para reírse. A las tres de la mañana, en pleno invierno, cagados (es el mejor término) de frío, hacíamos cola en la puerta de la letrina, a los saltos, para no irnos encima. Por suerte había un cabo, el único medio intelectual de la patota, que simpatizó conmigo, era un sibarita: tenía que preparar la ensalada para los suboficiales cortando el tallo, y picarla finita. Él mismo elegía la carne en la despensa de la Compañía de Servicios. El asador era un santafesino, que había trabajado en una parrilla en su ciudad de Rafaela. Lo bueno era que me convidaban al asado, acompañado con vino, nosotros, que sólo teníamos derecho al agua de la canilla. Me sentía como el Lazarillo de Tormes.
–Para terminar Néstor, regálanos una receta tuya. Yo tengo una bastante sencilla y rápida. Lo he llamado “tallarín a lo pobre”, emulando el nombre de un plato chileno que no tiene nada de barato, el “bistec a lo pobre”, que consiste en un trozo de lomo de vacuno a la plancha, papas y cebollas fritas, y encima dos huevos también fritos. Los chilenos en el exilio en Francia lo confundían con el steak au poivre y reclamaban porque se sentían estafados. Mi plato “pobre” cuesta un diez por ciento: lleva fideos de espinaca, aceite de oliva crudo, trozos de tomate re maduro, albahaca seca molida, pimienta y queso parmesano. Es un guiso oscuro de sabor potente que esconde el amargo del veneno para ratas, tal como lo uso en un cuento de venganza de una chica haitiana contra su pololo (novio) chileno, abusador, mentiroso y voluble; y contra quien no ha funcionado la magia vudú.
–Propongo una entrada: Beignets de camembert. Ingredientes: un camenbert duro, poco “hecho”; 1 huevo; pan rallado; una granada; jarabe de granada; hojas de menta; perejil; ajo; pimienta; sal; aceite de oliva. Cortar el camembert en ocho triángulos; en un plato, batir 1 huevo (o dos); agregarle perejil, ajo, pimienta, sal; en otro disponer el pan rallado. Poner los triángulos de camenbert en el plato con el huevo, impregnar; luego revolcar el queso en el plato con el huevo batido; pasar el triángulo por el pan rallado (se puede repetir la operación dos veces, para que quede más sólido). En una sartén, calentar tres cucharadas soperas de aceite de oliva. Colocar delicadamente los triángulos; cuando estén dorados de un lado, retornarlos, para que estén bien equilibrados en la cocción al final. Colocar dos beignets por persona en un plato; rociarlos con jarabe de granada; decorar con granos de granada y hojas de menta. Consejo: al consumir, mezclar el beignet de camembert con una parte de la hoja de menta y con granos de granada. Buen provecho.
–Y sí… Buen provecho para todos y todas; no dejen amigos y amigas de difundir este diálogo, que la literatura no engorda. ¡Hasta la próxima!
Bartolomé Leal
(Fotografía introducción: Iván Martínez Berríos)